La documentación filtrada por Edward Snowden a The Guardian sobre un
sofisticado programa de espionaje a nivel mundial no es, en esencia,
ninguna novedad.
Desde hace años es de dominio público que EEUU y
algunos socios comparten la red ECHELON de espionaje, involucrada en el
pasado en varios escándalos comerciales. Sin embargo, no debe
infravalorarse la contribución de Snowden. Mientras que hasta ahora los
detalles del sistema de espionaje de la National Security Agency (NSA,
por sus siglas) estaban basados en investigaciones de expertos, ahora
sabemos no sólo que este programa (PRISM) es más grande, inteligente y
ambicioso que cualquier cosa que pensásemos en el pasado, sino que
muchos países tienen sus propios sistemas de vigilancia.
Quizá por el cine o la literatura, siempre hemos estado acostumbrados
a que el espionaje se realice entre Estados, con objetivos y actores
concretos bajo unas determinadas reglas. Sin embargo, ahora se ha dado
un paso adelante, con la vigilancia y registro de cualquier información
susceptible de ser registrada de millones de individuos en todo el
planeta; un sistema sin ningún control ni límite que viola impunemente
con la colaboración de las multinacionales de Internet cualquier idea
que alberguemos de libertad, privacidad y justicia. Los Estados han
pasado a espiar a sus ciudadanos en un movimiento más propio de las
dictaduras que de las democracias.
Sin embargo, a pesar de la gravedad del asunto, nadie parece muy
preocupado; no esperen ustedes una fuga masiva de usuarios de redes
sociales y si atendemos a la prensa, Snowden se ha hecho famoso no por
haber divulgado un gran número de documentos clasificados de un programa
de espionaje mundial, sino por las tensiones geopolíticas que su huída y
persecución han creado entre EEUU y China y Rusia.
Dice una de las citas atribuidas a Benjamin Franklin que aquellos
dispuestos a sacrificar parte de su libertad esencial por algo de
seguridad no merecen ni la una, ni la otra. Este parece ser, pues,
nuestro caso. Hace ya tiempo que, a pesar de los denostados esfuerzos de
las agencias de protección de datos tanto nacionales como
trasnacionales, nosotros mismos decidimos que nuestra privacidad no
tenía, al fin y al cabo, tanta importancia como nos querían hacer ver.
Una vez tomada esa decisión, la transición de nuestra información a un
mundo digital controlado por corporaciones multinacionales ajenas a los
requisitos nacionales y europeos no supuso ningún trauma.
A primera vista hay una gran diferencia entre que tus mensajes sean
escudriñados por un nido de espías como la NSA, una entidad opaca y
clave en la inteligencia americana, que saber que Google analiza tus
correos para posicionar publicidad. Sin embargo, no existe tal
diferencia: a (casi) nadie le preocupa ser espiado; es un inconveniente
que hemos asumido como propio de la era digital y algo me hace pensar
que ni siquiera es necesaria la Espada de Damocles terrorista. Aquello
de que si no tiene usted nada que ocultar, no tiene nada que temer, ha
sido asumido casi por obligación.
Podemos extraer una última reflexión. Edward Snowden no era 007; no
tenía licencia para matar y tampoco era un agente doble. Era “tan solo”
un administrador de sistemas que trabajaba para un proveedor de la NSA,
una de las organizaciones más seguras del mundo. Desde ahí tuvo acceso a
un volumen ingente de documentación clasificada que James Bond ni
siquiera habría sabido que existía. A la luz de esto, ¿sabemos realmente
quien accede a nuestra información?
Fuente: Securityartwork
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